Viejos mapas y nuevas fronteras

Hay que ser escéptico con los mapas, decía siempre mi viejo tío, que era marino y capitán de navío. Yo estoy de acuerdo con él, en la escuela de monjas alemanas donde me crié estudiamos geografía e historia con mapas que habían venido de Europa en el año 1942.

Para nosotros, niños sudamericanos en la década del sesenta, era extraño adivinar dónde estaban Noruega, Dinamarca, Polonia y Francia, para siempre incorporados al Tercer Imperio que se levantaría por mil años. Las monjas sonreían un poco avergonzadas cuando les hicimos notar que los mapas y nuestros libros de historia y geografía no coincidían. Habían recibido los mapas como regalo del convento madre en Paderborn y a nadie se le había ocurrido cambiarlos...

Yo creo que la gente en Palestina debe de ser igualmente escépticos hacia los mapas como yo lo era de niña. Han visto a sus pueblos y ciudades cambiar de nombre tantas veces, cananeos, filisteos, judíos, árabes y cristianos. La ciudad de Akka es la Acre de las Cruzadas, que ha cambiado de dueño tantas veces.

La guerra de 1967 cambió los mapas de nuevo, Jerusalén se dividió en dos, la ciudad eterna está cruzada hoy por una línea verde invisible que sólo los iniciados conocen. Los taximetristas no encuentran las direcciones, los asentamientos judíos en la parte ocupada de la ciudad y los asentamientos ilegales en los suburbios de Jerusalén han transformado la geografía de la ciudad en un laberinto.

Los mapas del convenio de Oslo trazan nuevas líneas y dibujan nuevos contornos en la antigua red de lugares que son santos para tres religiones. Samarios, filisteos, judíos y romanos, todos han trazado sus mapas, signos en la arena, imperios cuyos restos juntan polvo en los museos del mundo. Pero los mapas son tan sólo representaciones de un paisaje y los paisajes se construyen con los movimientos de los pueblos, nómades que se hacen sedentarios y que son obligados por otros nómades a irse al exilio, cuando los nuevos mapas y las nuevas geografías son trazadas y cuando los lugares y las casas en donde han vivido cien generaciones cambian de dueño.

Ana Luisa Valdés, escritora